Ponencia presentada en el evento científico Complejidad
2002, La Habana
Dra. Denise Najmanovich1
Resumen:
El tránsito hacia un pensamiento complejo no implica meramente un cambio de paradigmas, sino que se trata de una transformación global de nuestra forma de experimentar el mundo, de co-construirlo en las interacciones, de producir y validar el conocimiento. La pretensión de “enchalecar” la complejidad en un paradigma o de pretender que se trata meramente de una nueva metodología, constituye un enfoque no sólo simplista sino peligroso de la complejidad. El trabajo explora la genealogía de la noción de método, sus virtudes, límites y peligros con el objetivo de abrir las perspectivas desde las cuales estamos construyendo en la contemporaneidad un nuevo modo de ciencia y de experiencia capaz de dar cuenta y hacer honor a la complejidad.
“No hay método no hay receta sólo una larga preparación” G. Deleuze
El tránsito desde una perspectiva intelectual que privilegia la simplicidad a los enfoques que pretenden abrevar en la complejidad está signado por una transformación radical del sistema global de producción, validación y circulación de conocimientos. Un abordaje complejo de la complejidad implica desembarazarse de las pretensiones de mantenerla cercada, de formalizarla, de atraparla en un modelo, de constreñirla a un paradigma. Desde mi perspectiva, la complejidad no es una meta a la que arribar sino una forma de cuestionamiento e interacción con el mundo, constituye a la vez un estilo cognitivo y una práctica rigurosa que no se atiene a “estándares” ni a “modelos a priori”. No se trata de un nuevo sistema totalizante, de una teoría omnicomprensiva, sino de un proyecto siempre vigente y siempre en evolución. Para que su potencia se extienda y la metáfora que implica se encarne en múltiples figuras del pensamiento, para que insemine distintas áreas y cruce las fronteras disciplinarias, en suma, para hacer honor a la complejidad, es preciso tomar en serio la advertencia de Deleuze: “No hay método, no hay receta, sólo una larga preparación”.
Muchos están deseosos de alzarse con el “copyright” de la complejidad, de hacer de ella su propio coto privado. Para aventar este peligro es preciso una reflexión a fondo sobre las pretensiones de aquellos que sostienen que existe un “método” o un “paradigma” de la complejidad y se presentan como adelantados, propietarios, o sacerdotes de ese nuevo culto.
Desde luego que existen nuevas metáforas, modelos y prácticas que nos han llevado a concebir la idea de un cambio de paradigmas en las ciencias. Pero la complejidad no se limita en absoluto a ellos. Y, fundamentalmente, se resiste a incluirse en un sistema a- priori, en un esquema preconcebido, en una práctica completamente estandarizada.
La noción clásica de “método”, fundamental para la perspectiva cognitiva de la simplicidad, resulta hoy un chaleco de fuerza que traba el desarrollo del pensamiento complejo y por lo tanto propongo hacer una revisión de su genealogía, su importancia, sus virtudes, sus límites y peligros.
Alexandre Koyré nos ha enseñado que ninguna ciencia ha comenzado nunca con un tratado de método, ni ha progresado gracias a un conjunto de reglas elaboradas de manera completamente abstracta. Sin embargo, es eso justamente lo que pretende hacernos creer Descartes y toda una cohorte de pensadores que le sucedieron.
“El Discurso del Método fue escrito después de los ensayos científicos de los que constituye el prefacio", y no a la inversa como es de esperar. Sin embargo, el autor nos deja creer que se trata de una reflexión fundante, anterior e independiente. Este bucle temporal, esta supuesta anterioridad e independencia del método respecto de los contenidos, es clave para entender tanto el privilegio concedido a la cuestión metodológica en la Modernidad, como sus peligros para el pensamiento contemporáneo. A diferencia del poeta que hace camino al andar, los creyentes del método suelen pretender que el camino preexiste aún a la misma Tierra. Su camino (significado etimológico de método) idealizado elimina la historia viva del pensamiento y con ella de las dificultades, los errores, las confusiones y vías muertas para presentarnos un trazado directo, sin rodeos, que nos conduce en línea recta desde la ignorancia al saber guiados sólo por sus normas. Para ello es esencial anteponer el método a la propia investigación, abstraerlo del fangoso terreno del pensamiento afincado en la complejidad y enraizado en el mundo problemático para llevarlo hacia las alturas celestiales de la pureza.
Si esto no se logra en la práctica real de la investigación, sí es posible presentarlo de ese modo a posteriori, a través de una descripción que re- construye el proceso depurándolo y abstrayéndolo. Los guionistas del método actúan al modo de los escribas de Hollywood que nos han habituado a que los soldados permanezcan limpios e impecables después de una ruda batalla, y que las damiselas luzcan un maquillaje primoroso aún cuando han vertido suficientes lágrimas como para formar un lago. Estamos tan acostumbrados a esta mistificación de la experiencia que nos emocionamos y vibrar junto al caballero andante que llega impoluto a destino luego de una jornada bajo el sol abrasador que no ha provocado ni una gota de transpiración en él. Y no sólo eso, sino que esta incongruencia con nuestra experiencia no parece quitarle verosimilitud a la escena - aunque nuestro rimel sí se corre y nuestra camisa esté empapada por el sudor con sólo ver los ajetreos de nuestro héroe -. Del mismo modo, Descartes pretendió crear un camino que permitiera llegar al conocimiento sin tropezar con el error, ni perderse en la confusión, sin ensuciarse en el barro de la perplejidad, ni andar a tientas en la bruma del sin sentido, descartando todo el legado cultural del que se había nutrido para recurrir únicamente a una facultad no contaminada por prejuicio alguno: la razón. Y su punto de vista penetró tan hondamente en la cultura que hasta la actualidad - aunque en franco declive - es parte de nuestro modo de concebir el conocimiento y de pensarnos a nosotros mismos.
Para liberarnos de este hechizo metódico necesitamos pensar las condiciones de posibilidad que permitieron que se estableciera la creencia dominante en la Modernidad. Para ello es necesario prestar atención al estilo narrativo que lo constituye al mismo tiempo que lo posibilitó. Me refiero a aquello Derrida con su habitual refinamiento denominó “afabulación”. Este género consiste discursivo básicamente en la construcción de un discurso que se niega a sí mismo como tal. Un discurso que se pretende a la vez “neutro” y e “impersonal”. Un hablar sin hablante y sin forma. El “gran truco” del objetivismo consiste justamente utilizar esta técnica narrativa que esconde la paradoja fundante del la filosofía positivista y el pensamiento de la simplicidad: la afabulación es una fábula.
La técnica de la afabulación borra la complejidad histórica de los itinerarios efectivos de la investigación, generalmente enmarañados, intrincados, plenos de abismos y caminos sin salida, de senderos que se bifurcan y caminos muertos, para reemplazarlos por una fábula con desarrollo lineal y final feliz. La duda metódica cartesiana parió la ilusión metódica gracias a un “bucle temporal”: cuando llegamos a la meta, después de arduos desvelos y no pocas dificultades y rodeos, podemos inventar retroactivamente un camino directo que une al final y al principio. Amparados el provecho pedagógico y las ventajas de la claridad expositiva podemos rescribir la historia.
Esta reescritura de la historia, este discurso afabulado, se amparó en el hechizo del método que gracias a la estandarización de la prácticas, hace posible la ilusión de una historia pura y lineal. El método hace posible el “truco” de peinar a una historia desgreñada, depurarndo el pasado, exorcizando la complejidad e inventando una autopista donde sólo haya una huella difusa o una red de senderos entrecruzados. Las coordenadas cartesianas nos permiten ubicar dos puntos cualesquiera en el globo terráqueo y unirlos con una línea. Pero esto no implica de ninguna manera que sea posible llegar desde uno al otro caminado rectamente. La simplicidad de los mapas no es correlativa a la del territorio: es una abstracción geométrica que descarta el relieve concreto, el clima y sus vaivenes, los predadores y sus afanes, los pantanos y sus
albures, las bifurcaciones y sus acechanzas.
Como hemos visto, Descartes escribió sus reglas del método a posteriori, pero nos deja creer que fueron la guía de sus investigaciones y que sólo merced a sus indicaciones y a que nunca se desvió del recto camino, obtuvo la certeza que buscaba y al mismo tiempo la garantía de un conocimiento absoluto y fundamentado.
Descartes no fue un gigante solitario que construyó toda la filosofía Moderna gracias a su metódico esfuerzo. Su contemporáneo Francis Bacon, en su Novum Organum propuso su propia “ solución ” metodológica. Más aún, la cuestión del método ocupó un sitio importante en las discusiones medievales aunque no constituyó el corazón de las preocupaciones de los filósofos. Esto se debió a que ni Grossetteste, ni Duns D’escoto, ni Occam aspiraban a destronar la autoridad tradicional ni pretendían establecer un nuevo tribunal capaz de dictaminar sobre la verdad o falsedad del conocimiento. En cambio, este fue justamente el propósito de Bacon y Descartes y constituyó “ la diferencia que hace la diferencia” inaugurando el pensamiento moderno.
Llegados a este punto resulta prudencial llamar la atención sobre el hecho de que los aportes de Bacon y Descartes al nacimiento de la ciencia moderna - que fueron sumamente importantes - no se debieron a ninguna contribución sustancial en las cuestiones metodológicas específicas. Por el contrario, en este aspecto su legado fue más bien intrascendente, cuando no perjudicial. El empirismo pedestre de Bacon tiene poco que ver con el “ modelo experimental ” y el racionalismo mecanicista de Descartes fue a tal extremo abstracto que no logró en modo alguno generar un campo fértil para el desarrollo del pensamiento científico.
La nueva ciencia Moderna nació de una feliz hibridación entre las tradiciones empiristas y el racionalismo matematizante que llevó a una sofisticación de la experiencia en un nuevo recinto: el espacio del laboratorio. La idea de un método a-priori válido para todas las ciencias, como todo lo puro, resultó estéril. Sin embargo, a pesar de la poca importancia que la cuestión metodológica “ in abstracto ” tuvo para el desarrollo de las teorías científicas modernas, gozó – paradójicamente - de una repercusión colosal en el ámbito del pensamiento filosófico y en el imaginario social. Este éxito se debió a que las discusiones metodológicas muestran a las claras las fisuras en el edificio del conocimiento y afectan lo que se considera relevante y legítimo. Cuando hacemos una crítica metodológica no apuntamos hacia el contenido específico de una teoría, sino a su “ forma ”, no cuestionamos meramente su veracidad, sino su pertinencia y relevancia, no ponemos en tela de juicio sólo un resultado específico sino todo el sistema de producción y validación. Es por eso que - como bien lo han señalado Kuhn y Koyré - en los momentos de crisis profunda de una teoría, paradigma o cosmovisión en que aparecen y se ponen en primer plano las cuestiones metodológicas. Y es por eso que, aunque las “ soluciones ” particulares de Bacon y Descartes puedan ser consideradas como de poca relevancia para el desarrollo de la ciencia, han tenido el valor de mostrarnos el estado de crisis del pensamiento medieval y han tenido un rol destacado en la evolución social hacia otras formas de producción y validación de los conocimientos.
La cuestión del método habilitó a los pensadores del renacimiento y a quienes los siguieron a proponer tanto una nueva forma de pensar como un nuevo tribunal para juzgar sus producciones. Ya Galileo había dejado bien en claro que lo que estaba en juego era la puja entre dos verdades: la verdad que Dios había escrito directamente en el mundo - con caracteres matemáticos, según él - y la verdad inscripta en el texto bíblico. La autoridad de la jerarquía eclesiástica, que poseía el monopolio de la interpretación de la voluntad divina inscripta en las Sagradas Escrituras iba a ser desafiada por un saber metódico encarnado por un nuevo grupo social, que - en un comienzo - sólo pretendió encontrar un lugar para su propia divinidad laica junto a la tradicional. Para enfrentar al poder ya instaurado los nuevos pensadores utilizaron el recurso del método. Este resultó ser tremendamente eficaz en la batalla por el poder del saber, aunque para orientar la tarea creativa de la investigación su aporte haya sido minúsculo.
En la actualidad, después de varios siglos bajo el imperio del método, hipnotizados aún por el discurso Moderno, estamos comenzando - aunque todavía tímidamente - a sacudirnos el yugo de este hechizo metódico, a navegar en los mares de la incertidumbre y la creatividad. Pero el precio que tenemos que pagar para ello incluye la renuncia a la ilusión de un saber garantizado y absoluto. Esta no es una tarea sencilla, por el contrario requiere de la aceptación de nuestra finitud, de nuestra limitación, de la incompletud radical de todo conocer. Sin embargo, esa es la única forma de abrir las puertas a la invención, a la imaginación, al azar y a la diferencia.
Renunciar a la idea de un método único que nos conduzca siempre a la verdad, y que la garantice, no implica de ninguna manera que estamos dispuestos a desistir de la utilización de instrumentos o dispositivos, técnicas y procedimientos. Sólo implica que no antepondremos el método a la experiencia, que no creemos que haya un solo camino o un solo dispositivo adecuado para pensar, explorar, inventar...conocer. Sólo renunciamos al fetiche del método, podemos todavía desplegar infinidad de dispositivos, construir caminos, sendas y autopistas, elegir ir a campo traviesa o entre los matorrales, preferir el bosque a la ruta. Renunciar al método no implica caer al abismo del sinsentido, sino abrirse a la multiplicidad de significados.
La complejidad está íntimamente ligada a esta renuncia, sin embargo no significa una pérdida gravosa. Se trata de dejar la seguridad de los territorios fijos para pasar a movernos siguiendo las olas de flujos cambiantes. No sólo tenemos que ser capaces de inventar nuevas cartografías, nuevos paradigmas, sino también de ir más allá, de construir formas diversas de cartografiar es decir: nuevas figuras del pensar. La complejidad no debe limitarse a los productos del conocimiento sino avanzar hacia los procesos de producción de sentido y experiencia.
El método fue el ariete con que la nueva mentalidad burguesa golpeó las puertas de la ciudadela medieval. Bajo su hechizo, aunque no por su mérito, se construyó todo un modo de experiencia y legitimación del conocimiento. En su momento significó una gran apertura, pero sus pretensiones absolutistas llevaron a una nueva clausura. El método conlleva un tribunal de fiscalización, supone un único sistema de medidas,exige que se cumplan con sus postulados, y de ese modo achata la experiencia a sus parámetros. El imperio del método es el de la simplicidad.
El desafío de la contemporaneidad es el de la convivencia con la incertidumbre y la diversidad. Para aceptar este reto el pensamiento complejo no puede restringirse, admitir fronteras infranqueables o métodos a-priori. Es preciso saltar las alambradas conceptuales creadas por las disciplinas modernas - regidas por la pretensión metódica - y abrir un espacio de pensamiento multidimensional capaz de producir sentidos ricos y fértiles, pero no garantizados ni absolutos.
En el cuadro siguiente considero cuáles algunas de las dimensiones fundamentales de este cambio de las perspectivas de la simplicidad a los abordajes de la complejidad que hacen tanto a la trasformación de nuestra mirada como de nuestro mundo con ella.