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Políticas sociales

Democracia, Sociedad y Mercado

 

Este artículo centra su reflexión sobre los derechos sociales en el Estado de Bienestar, y plantea la pregunta de si su protección es indispensable para posibilitar la autonomía del ciudadano. Así, partiendo de que la exclusión del acceso efectivo a ciertos servicios básicos implica una reducción de la ciudadanía y de la integración política, considera que la participación ciudadana y la sociedad civil son elementos indispensables para repensar y democratizar un Estado de Bienestar anquilosado burocrática-mente, sin que ello suponga un retroceso en las conquistas históricamente alcanzadas.

Introducción

El término ciudadano “apunta a la definición de la identidad de los individuos en el espacio público” (Thiebaut 1998, 24). En este sentido, la noción de ciudadanía está asociada a la pertenencia plena a una comunidad política, característica que no necesariamente es compartida por todos los componentes de una comunidad. Así, Marshall afirma que “la ciudadanía es aquel estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad” (1992, 37). En este sentido, la ciudadanía resulta ser un estatus formal que, siendo político, tiene condicionantes o requisitos extrapolíticos (nacimiento, residencia u otros). Así, el ciudadano se define por oposición al extranjero, al que es ajeno a la ciudad, y también frente al meteco: aquel que, aun residiendo en la ciudad, no es considerado un miembro pleno de la misma.

Modelos de integración política y ciudadanía

Con todo, ser ciudadano significa algo más que la mera coincidencia en deberes y derechos con los demás miembros de una sociedad política. Implica ordinariamente la conciencia de estar integrado en (“pertenecer a”, en la acepción más común del término) una comunidad, dotada de una cierta identidad propia, que abarca y engloba a sus integrantes singulares. Hablaremos, por tanto, de las distintas maneras en las que el ciudadano se vincula a su comunidad.

1. Para ir definiendo posiciones, puede entenderse por liberal aquella comunidad política al servicio de la identidad individual. Se enfatiza el individuo y su capacidad para trascender la identidad colectiva; el individuo tiene prioridad ontológica y es el punto de partida a partir del cual, y en función del cual, ha de explicarse cualquier entidad colectiva. Por tanto, la defensa de los derechos individuales, es decir, el reconocimiento y la garantía pública de sus derechos en cuanto sujeto privado es su piedra angular.

Desde esta concepción la ciudadanía se entiende como un estatus, antes que como una práctica política. El ciudadano liberal percibe las reglas sociales o las leyes como constricciones a su voluntad. Así, la maximización de la libertad exige la minimización del Estado. Su libertad es libertad negativa en el sentido más clásico (según la distinción de I. Berlin), como libertad frente al Estado. Sus preferencias, por tanto, son prepolíticas; y sus gustos y sus querencias son tanto el punto de partida como el punto final: únicamente quedarían por establecer las reglas para coordinar los intereses contrapuestos (como la regla de la mayoría, por ejemplo).

En este sentido, el individuo liberal se regiría por la máxima del homo oeconomicus, esto es, como aquel ciudadano que se comporta como un ciudadano-consumidor de los bienes en concurrencia. Asimismo, la única justificación que podrá encontrar para el Estado del Bienestar tendrá que ver con la mejor satisfacción de las demandas del ciudadano-consumidor. Por consiguiente, para el ciudadano liberal, la actividad cívica será un mal necesario. Las obligaciones cívicas que se le demandan al ciudadano se limitan al respeto de los derechos ajenos y a la obediencia a las leyes emanadas de una autoridad estatal, dependiente en su legitimidad de la preservación de esos mismos derechos. Sus actividades como ciudadano se ajustan al patrón de la racionalidad económica: exige el cumplimiento de los contratos o ejerce su capacidad de elección. Y frente a este ciudadano-consumidor estará el político-oferente, el profesional de la política, constituyendo ambos lo que se da en llamar el “mercado político”: el votante expresa sus demandas y el político compite por satisfacerlas.

La comunidad liberal, por tanto, es aquella que defiende la primacía de lo justo sobre lo bueno, en el sentido de que los principios de la justicia en términos de derechos y deberes mutuos prevalecen sobre las distintas concepciones del bien que los ciudadanos puedan mantener. Ello implica la neutralidad ética del Estado, así como una neta distinción entre los ámbitos de lo público y de lo privado. Es decir, la primacía ontológica del individuo y la pluralidad axiológica sitúa en el centro de la vida social, no una forma de vida común, sino las condiciones que permitan a cada uno desarrollar su propia vida, sin interferencia de los demás. No hay otro “bien común” que la garantía de esas condiciones.

La ética liberal es, por tanto, la debida las leyes, en cuanto garantes de los derechos y las libertades individuales. Es una ética condicionada y situada dentro del marco de elección y deliberación individual. Se mantiene así una relación instrumental con la comunidad política, pues ésta no es sino el medio para servir a los individuos y dotarles de libertad y seguridad, con el fin de que cada uno encuentre su propia satisfacción o felicidad. En definitiva, el liberalismo plantea expectativas débiles respecto al comportamiento de los ciudadanos, concebidos como individuos autointeresados que tratan de minimizar en la medida de lo posible la actividad política, entendida ésta como una desviación de la búsqueda de su propio bien. Se trata de una concepción que responde al modelo del individuo celoso, ante todo de su autonomía y enfrentado por ella tanto a los poderes públicos del Estado como a los de su comunidad, que amenazan siempre su libre albedrío. Los derechos individuales, por tanto, constituyen el núcleo constitutivo de la democracia liberal moderna. Por eso ponen el énfasis en la igualdad de derechos, haciendo distinción neta entre el ámbito público y el privado, y la neutralidad del espacio público.

2. Al contrario de la concepción liberal, el modelo comunitarista puede entenderse como una comunidad política al servicio de la identidad comunal. Aquí el sujeto político principal no es el individuo, sino la comunidad, una comunidad considerada natural o como comunidad de pertenencia. Se enfatiza el grupo cultural o étnico, y la solidaridad entre quienes comparten una historia o tradición. En el caso más típico, el nacionalismo, se considera la nacionalidad como prerrequisito de la solidaridad, así como condición para la identidad y para la legitimación del Estado.

Los comunitaristas critican firmemente los aspectos negativos de la concepción liberal dominante en las sociedades modernas: atomismo, desintegración social, pérdida del espíritu público y de los valores comunitarios, desorientación consiguiente al desarraigo respecto a las tradiciones que proporcionan la matriz social de las identidades de los individuos. Para los comunitaristas, en las modernas sociedades occidentales, concebidas como agregados de individuos con planes de vida propios y en la que cualquier invocación a algo como el “bien de la comunidad” es vista con recelo, se habrían deshecho las redes de solidaridad y compromiso social que la cohesionaban. Ello ha llevado a “la fragmentación, esto es, un pueblo cada vez menos capaz de formar un propósito común y llevarlo a cabo. La fragmentación aparece cuando las personas llegan a verse a sí mismas cada vez más atomísticamente y cada vez menos ligadas a sus conciudadanos en proyectos comunes y lealtades” (Taylor 1998, 138).

Como afirman los comunitaristas, el yo siempre es un yo situado en una sociedad particular, en una situación histórica concreta. Ese “yo histórico” engendra deberes hacia las familias, los grupos y las naciones que participan de la definición de nuestro yo. Estos deberes pueden ser comprendidos como una expresión de autoestima o de aceptación de uno mismo. Para aceptarme o amarme a mí mismo, debo respetar y querer los aspectos de mí mismo que están ligados a los otros. Así, mi simple biografía crea obligaciones hacia otras personas, obligaciones que yo condenso bajo la noción general de lealtad. La sociedad vendría a ser como una sucesión de círculos concéntricos, con el Estado como círculo máximo; así, como círculos concéntricos, las distintas comunidades, desde la familia a la nación, mantienen una continuidad cualitativa con diferencias derivadas únicamente de la frecuencia de encuentros o relaciones, no de los valores. A lo largo de las distintas escalas, el cemento que mantiene la unidad es la participación en la misma idea de bien.

Ello implica, entre otras cosas, que el ciudadano comunitarista está unido a los demás miembros de su comunidad (conciudadanos) mediante unos vínculos de solidaridad que entrañan una fuerte cohesión social, una conciencia de grupo que no puede establecerse únicamente mediante vínculos legales, y que, sin embargo, es necesaria para que exista la ciudad. Los comunitaristas han insistido abundantemente sobre este punto, subrayando hasta qué punto los vínculos de afecto y lealtad hacia la propia comunidad proveen de identidad y motivación política a los individuos (Beiner, 1977).

En este sentido, para los comunitaristas la socialización moral de los individuos tiene lugar en el seno de una comunidad particular. Así, la adquisición de la competencia lingüística se plasma en el aprendizaje de una lengua concreta, y no del lenguaje como tal. Del mismo modo el desarrollo personal de los juicios morales y políticos nacería en el seno de una moralidad concreta, y no a partir de una eticidad abstracta. Si para los liberales la universalidad y generalidad que caracteriza a las reglas morales se alcanza elevándose por encima de la particularidad social en la que se originan, para los comunitaristas estas reglas morales se alcanzan a partir de los bienes específicos y relativos en virtud de los cuales se justifican.

El deber nacional es, pues, el debido a la comunidad. La deber primordial es a la nación o a los conciudadanos en cuanto pertenecientes a esa nación, a esa identidad nacional. Es el compromiso a una concepción común de la vida buena, a una comunidad moral y política específica, que sólo puede ser asumida por quienes pertenezcan a ella. Se propugna, por tanto, el patriotismo nacional, definido como “un tipo de lealtad a la propia nación, lo que sólo aquellos que poseen esa particular nacionalidad pueden alegar” (MacIntyre, 1995, 210), al que se considera como una virtud, puesto que es la condición de posibilidad para el desarrollo de la conciencia moral de los individuos.

Recapitulando, los comunitaristas dan primacía a la forma de vida comunitaria. Sostienen que una sociedad basada meramente en la garantía de los derechos individuales fundamentales carece de fuerza motivadora e integradora capaz de proporcionar cohesión y solidaridad en grado suficiente para el mantenimiento de la sociedad. Frente a la visión contractualista de la sociedad como una cooperación instrumental entre los individuos para sus fines privados, el comunitarismo sostiene que es necesaria una concepción común de lo bueno que proporcione un horizonte colectivo de valor y comprensión. Incluso la existencia y pervivencia de los derechos fundamentales requiere un contexto comunitario, como condición previa y presupuesto. A su juicio, el liberalismo no es capaz de explicar adecuadamente a partir de sus presupuestos cómo puede mantenerse unida una sociedad. Por el contrario, la carencia de orientación al bien común supone un potencial destructivo que se aprecia en la anomia reinante en las sociedades liberales.

3. Al hablar de republicanismo es necesaria hacer una aclaración terminológica previa. Si bien en origen la doctrina republicana nació como oposición a la forma de gobierno monárquica, y también aristocrática (o a sus respectivas degradaciones, como el despotismo o la oligarquía) el uso contemporáneo que se hace del término modelo republicano tiene poco que ver con el que corresponde a su historia pasada. Así, el republicanismo moderno, por tanto, en consonancia con su inspiración en los modelos democráticos de la Grecia clásica y Roma republicana, las repúblicas italianas (Florencia y Venecia) del Renacimiento y los aspectos más radicalmente igualitarios y fraternos de las revoluciones francesa y norteamericana, arrancó –y persiste– como una labor de historiadores (J. G. A. Pocock, H. Baron, Q. Skinner, C. Nicolet, etc.) interesados en los modelos de democracia clásicos: democracias directas, loterías como formas de elección, ciudadanías activas, poderes revocables y rotatorios..., y ha cuajado en aquellos pensadores políticos que ahondan en la crisis de legitimidad de las democraciaEn este sentido, el modelo de comunidad política republicana puede entenderse como una expresión de la identidad cívica. Es decir, como aquella concepción de la vida política que preconiza un orden democrático dependiente de la vigencia de la responsabilidad pública de la ciudadanía. Por ello, su institución fundamental es precisamente la de la ciudadanía, en su doble sentido: como conjunto de miembros libres de la sociedad política y como la condición que cada uno de ellos ostenta en tanto que componente soberano del cuerpo político.

Aunque comparte algunos de sus supuestos con el liberalismo y otros con el comunitarismo, no se confunde con ninguno de los dos. Comparte con el comunitarismo el hecho de que el ciudadano republicano también se sabe ligado, a la hora de configurar sus preferencias y su identidad, con su sociedad, y en que otorga importancia a la responsabilidad y a las obligaciones comunes. Comparte asimismo con el comunitarismo la crítica a la concepción individualista del liberalismo y su concepción puramente procedimental de la comunidad política. Sin embargo, afirma que el republicanismo no necesita compartir una noción cultural de una comunidad prepolítica, ni una idea sustantiva del bien común.

Tanto el comunitarismo como el republicanismo se vinculan con la historia y las tradiciones propias de la comunidad, pero la pregunta es: ¿cómo valorar estas tradiciones?, ¿hasta qué punto respetarlas? Y si para los comunitaristas el ideal del bien está ligado a interrogantes del tipo ¿de dónde vengo? o ¿cuál es la comunidad a la que pertenezco?, el republicanismo, en cambio, no está en absoluto comprometido con ese tipo de mirada al pasado (se mirará al pasado en busca de ejemplos valiosos, en todo caso, si los hay), porque la cuestión clave, abierta al futuro, seguirá siendo: ¿qué tipo de comunidad queremos construir? o ¿qué es lo que anhelamos llegar a ser colectivamente? La respuesta republicana, por tanto, se encontrará libre de ataduras del pasado.

En este sentido, si para los comunitaristas la identidad de las personas se define desde su pertenencia a una determinada comunidad (a partir de su inserción en una “narración” que trasciende su propia vida), para el republicanismo esta definición de identidad se establece mediante un diálogo con la comunidad viviente, con las generaciones actuales, puesto que ésta debe tener autonomía para decidir cuál es el modo en que quiere vivir.

Por otro lado, el republicanismo comparte con el modelo liberal la importancia que ambos conceden a los derechos y a la libertad negativa. El republicanismo hace suya la afirmación moderna de la autonomía y el pluralismo. Considera que la libertad está ligada a la garantía del orden normativo equitativo creado y mantenido por las instituciones públicas, en tanto éstas se nutren de la participación y el cumplimiento del deber cívico por parte de los ciudadanos. Así, mientras los liberales asocian siempre la libertad a la no interferencia, los republicanos lo ligan con la ciudadanía entendiéndola como “no-dominación”. Es decir, entienden la libertad como la garantía de no interferencia arbitraria por los demás en el ámbito legítimo de acción que se le reconoce a cada uno (sería un concepto más cualitativo que cuantitativo).

Asimismo, el republicanismo concibe la ciudadanía principalmente como práctica política, como forma de participación activa en la cosa pública. No se asienta sobre la primacía ontológica del individuo, ni sobre la defensa de sus derechos particulares, sino sobre un modo de vida compartido. De hecho, desde el republicanismo no cabe hablar de “derechos naturales” (la naturaleza sólo produce fuerza y rivalidad; sólo mediante la ley se pasa del desequilibrio y el enfrentamiento de hecho a la igualdad en derechos que nos pongan a salvo de la arbitrariedad), sino que habría de hablarse de derechos ciudadanos, es decir, derivados de acuerdos y normas, resultados de un proceso político, y no su presupuesto. La igualdad y los derechos están, por tanto, basados en el autogobierno, que requiere de la participación activa de la comunidad política.

La virtud cívica, pues, sería la debida al marco universal de la constitución democrática, es decir, a la ley, como lo que permite y consolida la diferencia, el respeto a lo particular y la convivencia tolerante y pacífica en la diversidad. Y lo mejor para defender esa libertad como no dominación y para que esté asegurada para todos los ciudadanos por igual es crear un sistema jurídico e institucional que proteja la acción de los ciudadanos, confiriéndoles derechos mediante leyes y sanciones. De este modo, para el republicano, la libertad va unida a la ley y al sistema político que ella produce. Se trataría de una relación no instrumental con la comunidad política; porque ésta se considera como un bien en sí misma. Por tanto, más que en derechos, la ciudadanía republicana se basaría en deberes, que serían la base de los derechos: puesto que la libertad depende de la acción común, los ciudadanos tienen el deber de comprometerse con lo público, como también el de respetar la esfera de acción libre que corresponde legítimamente a sus conciudadanos.

Este modelo republicano de democracia persigue la promoción de la ciudadanía civil y política plenas. Ello será posible mediante programas públicos de educación cívico-democrática, de manera que la ciudadanía pueda ser ejercida en modo mínimamente competente y responsable. La consecuencia más inmediata es que la política democrática dejará de ser un asunto exclusivo –y excluyente– de unos pocos (la clase política) para pasar a ser un asunto de una amplia mayoría consciente de sus derechos y de sus responsabilidades, y dispuesta a exigir a los gobernantes el fiel cumplimiento de sus tareas (gobierno representativo).

En la medida en que la ciudadanía no tiene acceso efectivo a las condiciones materiales, esto implica la imposibilidad de obtener la efectividad de los derechos. El contenido de los derechos a las condiciones materiales básicas que sean apropiados a un contexto particular, desde la perspectiva procedimental de Habermas, se determina no por la reflexión filosófica, sino por los discursos y prácticas reales ciudadanas. Todos los ciudadanos deben ser tratados como iguales y nos les corresponde a ellos decidir por sí mismos cuáles son los criterios de igualdad del trato que deben recibir. Las compensaciones y prestaciones del «Estado social» establecen, por tanto, “la igualdad de oportunidades para poder hacer un uso de las facultades de acción jurídicamente garantizadas que quepa considerar igual” (Habermas, 1998, 499). En última instancia, se trata de garantizar las condiciones materiales de inclusión máxima para que el desarrollo de la libertad sea efectivo para todos los miembros de una comunidad políticamente autónoma. Los derechos sociales, por tanto, deben ser reconocidos como derechos esenciales, porque aseguran los requisitos mínimos de una vida digna y son presupuesto del ejercicio de los derechos fundamentales civiles y políticos.

¿Es posible un republicanismo político sin la garantía real de los derechos sociales?

Si el estatus del ciudadano es el de alguien que es sujeto de derechos, el significado de la ciudadanía se concreta en cada caso atendiendo a la amplitud y características de la relación de derechos considerados inherentes a la condición de ciudadano. E incluso parece a menudo identificarse la ciudadanía con los derechos. Así lo interpreta Marshall, quien equipara el desarrollo de la ciudadanía con la instalación progresiva de los derechos, e interpreta la historia del Occidente moderno desde este punto de vista, no de las instituciones, sino del individuo y sus derechos. Es la garantía del disfrute de esos derechos lo que realmente hace que alguien pueda considerarse miembro pleno de la sociedad.

En este sentido, Marshall distingue tres tipos de derechos, que históricamente se han establecido de forma sucesiva: los civiles, como “los derechos necesarios para la libertad individual” (libertad personal, de pensamiento y expresión, propiedad, etc.), los políticos (“derecho a participar en el ejercicio del poder político como miembro de un cuerpo investido de autoridad política, o como elector de sus miembros”) y los sociales, que abracarían “todo el espectro, desde el derecho a la seguridad y a un mínimo bienestar económico al de compartir plenamente la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado conforme a los estándares predominantes en la sociedad” (1992, 22-23). Por tanto, para Marshall, la ciudadanía social “abarcaría tanto el derecho a un modicum de bienestar económico y seguridad, como a tomar parte en el conjunto de la herencia social y vivir la vida de un ser civilizado, de acuerdo con los estándares prevalecientes en la sociedad” (S. Gordon, 2003, 9).

Y además, estaría la participación, elemento central en la concepción original de la ciudadanía. Ya en Aristóteles, el ciudadano se define, por la participación en la administración de justicia y en el gobierno (III, 1275 a, 22-23). Lo cual se corresponde con la experiencia ateniense, en la que la ciudadanía es un estatus primordialmente político, antes que como expresión de una identidad etnocultural o una posición individual, y es concebida como una actividad de participación constante en los asuntos públicos. Esa misma concepción del significado de la ciudadanía recorre la tradición republicana. En ella la ciudadanía no es un instrumento al servicio de fines privados, sino que representa un modo de vivir y de autorrealización inseparable de la participación en el espacio público. Sin embargo, en las actuales formas de democracia representativa, el modelo participativo de ciudadanía no es la característica más destacada, donde prima una ciudadanía más pasiva.

En principio parece evidente que la reivindicación republicana de la participación activa en la cosa pública y la defensa de un modo de vida política y democrática compartida sólo sería posible si al mero estatus formal del ciudadano como titular de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus, aspecto éste al que se hace referencia cuando se reivindican los derechos sociales.

La reclamación, por tanto, de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una serie de condiciones previas, que no son sólo económicas –los déficit de información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de los derechos ciudadanos– pero están casi siempre ligadas a la renta percibida, sin cuya cobertura no se puede ejercitar una vida digna, más aún cuando se refiere a situaciones donde las circunstancias de necesidad y de padecimiento humano agravan aún más una coyuntura económica de por sí precaria.

Pero volviendo a la distinción de Marshall, al referirnos al tercer grupo de derechos, los derechos sociales, podríamos afirmar la existencia de una “ciudadanía social”, señalando una noción de ciudadanía en la que al estatus formal del ciudadano como titular de ciertos derechos y miembro pleno de la comunidad política se unen condiciones materiales que posibilitan el ejercicio efectivo de dicho estatus. En otras palabras, estaríamos hablando de una dimensión social de la ciudadanía que es complemento o incluso presupuesto de la dimensión política.

Así, la reivindicación de una ampliación de la noción de ciudadanía en esta dirección se sigue de la consideración de que el ejercicio de los derechos políticos depende de una serie de condiciones previas, que no son sólo económicas – los déficit de información o instrucción pueden igualmente obstruir el disfrute efectivo de los derechos ciudadanos– pero que casi siempre ligadas a la renta percibida, y que de hecho implican la exclusión o inclusión de la ciudadanía. Así, la la libertad legal para hacer u omitir algo sin libertad real carece de cualquier valor, por lo que. Mediante la fórmula del equilibrio estándar de Alexy “cuanto mayor es el grado de la no satisfacción o de afectación de uno de los principios, tanto mayor debe ser la importancia de satisfacción del otro” (2002: 102), nos llevaría a preguntarnos: ¿qué recursos hay que poner a disposición de cada persona para que pueda asumir plenamente la condición de ciudadano?

La cuestión no es nueva, porque hay un debate secular sobre la relación entre el ideal (la noción normativa) de ciudadanía y la creación, adquisición y posesión de riquezas (Oliver & Heater, 1944), que manifiesta la clara y continuada percepción de un vínculo entre ciudadanía y condiciones materiales, aunque las más de las veces se adujera esta conexión para restringir el acceso a la ciudadanía, y no para crear las condiciones materiales que lo posibilitasen. Por consiguiente, el estatus de ciudadano está ligado, tanto en la tradición clásica como en la moderna, a dos requisitos: la posesión de ciertos bienes o patrimonio, y una cierta igualdad entre quienes participan en la vida pública (Brillante, 1994). Y el reconocimiento de los derechos sociales en los Estados del Bienestar aparece a primera vista (al menos hasta la crisis de la fórmula) como un reencuentro, esta vez positivo, de ciudadanía y economía. No obstante, es materia de controversia el alcance real de esta versión de la “ciudadanía social”, como veremos más adelante.

La naturaleza de los derechos sociales

Para algunos se trata de derechos de igualdad, mientras que para otros se trata de derechos de libertad con componente igualitario. En el primer criterio se sostiene que son derechos de igualdad porque pretenden garantizarse ciertas condiciones mínimas a la población mediante el cumplimiento del ordenamiento (Cossío Díaz 1989, 46). En el segundo criterio no existe tal distingo, y quienes defienden esta posición consideran que todos los derechos son derechos de libertad, incluidos los derechos que aportan un componente igualitario, como los económicos, sociales y culturales, precisamente porque ese componente potencia y refuerza la libertad para todos.

Esta cuestión es altamente controvertida, porque el componente radical de la libertad sin su aplicación moral puede producir graves quiebras y desigualdades en la sociedad. Así, como dice R. Alexy, “el conjunto de leyes de una sociedad, positivamente formuladas, no es todo el derecho de las personas, sino la concreción de la limitación de algunos derechos que los socios ponen en común; limitación que mutuamente respetarán para un mejor ejercicio de los propios derechos, en particular del uso moral de la libertad, la cual es el origen de todos los derechos de las personas” (2004, 21). Y añade Lévy-Bruhl: “mientras el derecho subjetivo es una facultad, una libertad, el derecho objetivo es esencialmente una obligación. ¿Cómo una misma palabra puede connotar dos conceptos tan diferentes, podríamos decir hasta contradictorios? ...Es que el derecho subjetivo aun cuando se presenta como una conquista del individuo (y, como tal, aparentemente alejado de la idea de obligación), no deja de ser un conjunto de normas dotadas de sanciones cuyo objeto es asegurar el funcionamiento de las libertades que establecen” (1976, 5). Es por ello que la organización del ejercicio de la justicia requirió la organización de personas e instituciones que dieron origen al ejercicio del gobierno (legislativo, judicial, ejecutivo) y de la convivencia social.

Con todo, a pesar de la existencia de un entramado institucional, con harta frecuencia se advierte que el ejercicio de los derechos –en tanto individuo y en tanto socio– está regido por la fuerza y parecen no someterse a límite moral alguno. En consecuencia, el respeto por el otro y sus derechos, por la diversidad o por el débil brilla por su ausencia, a la vez que las relaciones sociales parecen pertenecer al reino del despotismo, y supeditadas al individualismo, al egoísmo o al darwinismo social.

Precisamente para evitar ese estado, tomando el símil hobbesiano, de “guerra de todos contra todos” anterior a la organización social, Contreras Peláez sostiene que “allí donde no hay una intervención correctora de los poderes públicos, la libertad se convierte en coartada para la explotación de los débiles y la igualdad formal deviene cobertura ideológica de la desigualdad material. Los derechos sociales han sido introducidos precisamente para enmendar este despropósito; la política social del Estado debe ser, por tanto, un agente compensador-nivelador que contrarreste (en parte) la dinámica de desigualdad generada por la economía de mercado” (1994, 26). Se aboga, por tanto, por realizar un esfuerzo para que todos los miembros de la sociedad cuenten con una situación material que les permita gozar y ejercitar su igualdad jurídica; y corresponde al Estado cumplir ese objetivo social.

El debate sobre los «derechos sociales» en el «Estado del Bienestar»

El debate sobre el Estado del Bienestar revela, sin embargo, la dificultad de conciliar una noción de ciudadanía llevada a sus últimas consecuencias con la lógica del capitalismo. Y en el centro del debate siempre han estado los derechos sociales, objeto de críticas desde la derecha y la izquierda, sobre todo a raíz de la crisis del Estado del Bienestar. Así, los críticos del Estado de Bienestar han coincidido, por razones opuestas, en poner en tela de juicio los llamados derechos sociales, y siempre por sus consecuencias negativas (derechos estos que, por otra parte, no gozan de reconocimiento y protección comparables a los civiles y políticos, incluso en las Constituciones de los Estados del Bienestar). Y también se objeta a menudo que su objeto es impreciso (¿cómo interpretar, por ejemplo, el derecho al trabajo?: a un puesto de trabajo o a una prestación por desempleo).

Desde la “Nueva Derecha” (neoconservadores, neoliberales) se critican las consecuencias negativas para la ciudadanía de las políticas del “Estado del Bienestar”, cuyos “derechos sociales”
a) Son extraordinariamente costosos, ya que requieren recursos fiscales que se detraen de otras posibles inversiones., es decir
b) Como consecuencia de lo anterior, se entiende que estos subsidios se ofrecen a costa de que el Estado socave los derechos de propiedad a través de los impuestos y, en último instancia, de la libertad de los ciudadanos para disponer de sus bienes, afectando así a sus derechos fundamentales. Los derechos sociales, por tanto, podrían llegar a anular los derechos civiles.
c) Conducen a la dependencia y la pasividad (“cultura de la dependencia”) en vez de estimular la iniciativa y la responsabilidad de los individuos.
d) Son conflictivos: la escasez de recursos suscita conflictos entre pretensiones concurrentes (lo que conduce a un cálculo utilitario de derechos, contradictorio con la idea de que los derechos no pueden ser sacrificados por razones de utilidad).

Frente a esta “cultura de la dependencia”, la alternativa sería promover la responsabilidad y la competitividad de los individuos y la iniciativa espontánea de la sociedad civil, en cuyas manos han de dejarse la mayor parte de las tareas que había tomado para sí el sobrecargado Estado delBienestar (incluidas sanidad, educación, etc.). Con esta práctica, el ciudadano responsable actuaría en y desde la sociedad civil, y no sería alguien pasivo que depende del subsidio estatal.

Pero también desde posiciones más cercanas a la socialdemocracia (como lo han sido recientemente la “Tercera Vía” de Tony Blair en el Partido Laborista británico o el “Nuevo Centro” defendido por Gerhard Schröder en el SPD alemán) se han señalado las consecuencias negativas para la ciudadanía de la política del Estado de Bienestar. Así, desde estos referentes históricos en la defensa del Estado del Bienestar se ha advertido que las prestaciones sociales promovidas por este modelo de Estado pueden ser peligrosamente concordantes con un paternalismo no democrático (de hecho, en los países del “socialismo real” hubo derechos sociales sin derechos civiles y políticos), y susceptibles de fomentar una degradación “clientelar” de la ciudadanía (voto de “clientes”, condicionado a los servicios ofrecidos). En este sentido, el Estado del Bienestar habría favorecido más bien la heteronomía y la pasividad de los ciudadanos. E incluso puede afectar a su autonomía privada en cuanto impone una “normalización” y un control tutelar preocupantes.

Asimismo, el ensayo de Barbalet Citizenship Citizenship: Rights, Struggle and Class Inequality (1988) incluye uno de los análisis críticos más sugestivos e influyentes de la visión marshalliana de los derechos sociales. Barbalet señala que los derechos de ciudadanía no son homogéneos, sino que hay tensiones entre ellos (particularmente entre los derechos civiles, cuyo ejercicio incrementa el poder político y económico de quien los posee, y los derechos sociales, simples derechos de consumo que no atribuyen poder alguno a sus titulares). Por tanto, los llamados “derechos sociales” del Estado de Bienestar no alteran las relaciones de poder en la esfera productiva porque, como ya hemos dicho, afectan a los mecanismos de la distribución de recursos y no a los de su producción. De hecho, son beneficios suministrados por el Estado, a diferencia de los civiles y políticos, que valen contra el Estado.

Cabría entonces preguntarse si tiene sentido incluirlos entre los derechos de ciudadanía. De hecho, Barbalet los considera más bien conditional opportunities, instrumentales respecto al ejercicio efectivo de los derechos civiles y políticos. Y los argumentos para su exclusión de la categoría de los derechos de ciudadanía son:
1) No son en sí mismos derechos de participación en la comunidad política, sino condiciones que posibilitan esta participación.
2) Mientras los derechos civiles y políticos son necesariamente universales y formales (uniformes para todos los ciudadanos), los derechos sociales son prestaciones concretas, que han de ser particularistas y selectivas.
3) Los derechos sociales tienen un cierto carácter aleatorio, esto es, están condicionados por la existencia de una economía de mercado bien desarrollada, sólidas infraestructuras administrativas y profesionales y un eficiente aparato fiscal.

Por tanto, la definición de los contenidos y la cantidad de las prestaciones sociales depende de la disponibilidad de recursos económicos y financieros garantizados por el mercado, de decisiones discrecionales de la administración pública, del equilibrio de posiciones de fuerza y reivindicaciones.

Por último, también la efectividad de los derechos civiles y políticos depende de prerrequisitos económicos y administrativos. Salvo los casos en que los derechos requieren un mero comportamiento de omisión de los poderes públicos, siempre hay que contar con medios económicos y administrativos (p. ej. para garantizar el derecho al voto o a la tutela judicial efectiva, a la libertad personal, etc.) Y también es posible tutelar ciertos derechos sociales fundamentales por otras vías alternativas a las burocráticas.

Conclusiones

La cuestión es, sobre todo, qué consecuencias se sacan de la afirmación de Barbalet acerca deincompatibilidad de las lógicas de los derechos sociales y del mercado. Otra cuestión es si debiera de pasarse de una concepción pasiva de los derechos sociales como beneficios recibidos pasivamente desde la Administración a una concepción activa, y donde los recursos y las facultades de control de la actividad económica e incluso de autoorganización de los afectados debieran de situarse en el primer plano, conociendo éstos los problemas que se generan otorgando estas prestaciones así como la naturaleza de las políticas sociales.

Es más que evidente que desde la derecha se reclama la recuperación de la autonomía privada, liberándola de los obstáculos que la afectan (intervención burocrática, cargas fiscales) y centrando la ciudadanía en la capacidad de luchar sin trabas por los propios intereses; lo que en la práctica significa el desmantelamiento, siquiera parcial, del Estado de Bienestar. Y si la derecha apuesta por el renacimiento de la sociedad civil y el desplazamiento del Estado en el conjunto del sistema social, la izquierda debe reclamar la democratización del Estado de Bienestar, abriéndolo a la participación de los ciudadanos, aunque sin poner en cuestión sus conquistas fundamentales (hoy ya en situación precaria). Porque, en definitiva, deben ser los ciudadanos, en tanto que tales, quienes han de concretar las condiciones y normas mediante las cuales la ciudadanía, como estatus de libertad e igualdad, pueda hacerse efectiva.

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